Danzan los astros
una coreografía cósmica
a miles de kilómetros
sobre nuestras cabezas,
adornada por polvo de estrellas,
memorizada en un microinstante,
repetida durante toda la eternidad.
Atruena la música del silencio sideral.
La luz desaparece
absorbida por fuerzas inapelables.
Órbitas elegantes,
estilizan su estela
en la negrura universal
dejando un rastro invisible
donde ningún objeto
se extravía.
En un diminuto planeta
que en tiempos fuera azul,
la rabia estalla roja como una granada.
Incendia las calles
de Cochabamba,
Santiago de Chile,
Hong Kong
y Beirut,
con las mismas llamas:
cargada de verdad,
preñada de razones.
Cristales rotos
se reflejan en contenedores
ardientes para
alumbrar
las noches de la ira.
Una fuerza incontenible,
inaplazable como el fin del mundo,
se ha encadenado
viajando
como el aceite por el río,
de barrio en barrio,
de ciudad en ciudad,
cruzando los océanos,
escalando las montañas.
El universo
observa
con una mirada compasiva.
El tiempo
no significa lo mismo
arriba y abajo.
La eternidad
es una palabra
imposible
de pronunciar.
Una pluma
se desprende
de un sombrero.
En su caída baila
la danza de la gravedad
hasta aterrizar
y hacerse añicos
en un suelo miserable
regado de asfalto y orín.
Nada
es más importante
en este instante.
Miles de retinas
bañadas por la luz
de millones de leds
estallan dentro de los párpados.
El tiempo se congela
y luego se dilata.
En medio de la nada,
el polvo de lo que fue
baila un vals eterno.
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